Parroquia

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viernes, 3 de enero de 2014

Texto del retiro de Adviento

Como me han pedido que cuelgue el texto de Benedicto XVI que leímos en el retiro parroquial de Adviento, aquí os lo dejo:

Pero, ¿Qué ha sucedido de esta visión en la Iglesia, entre nosotros que nos llamamos "salvados"? Todos sabemos que no se ha cumplido, que el mundo ha sido, y sigue siendo más que nunca un mundo de lucha, de inquietud, un mundo que vive de la guerra de unos contra otros, un mundo marcado con la ley de la maldad, la enemistad y del egoísmo; un mundo que no está cubierto por el conocimiento de Dios -como la tierra por las aguas-, sino que vive alejado de Él, en medio de tinieblas.

"Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yavé. Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón.... (Jer 31, 33). E Isaías dice lo mismo con más claridad: Todos tus hijos serán adoctrinados por Yavé" (Is 54,13)

En el Nuevo Testamento, el mismo Señor cita este texto (Jn 6,45), indicando que en el tiempo de la nueva alianza ya no es necesario que unos hombres hablen a otros de Dios, porque todos están llenos de su presencia. En los Hechos de los apóstoles se vuelve a insistir en esta idea; en el discurso de pentecostés recuerda san Pedro una profecía semejante del profeta Joel, y dice que ahora se ha cumplido esta palabra: "Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres, y profetizarán vuestros hijos e hijas" (Hech 2, 17; Joel 3,1-5)

Una vez más hemos de reconocer lo lejos que nos encontramos de un mundo en el que no es necesario ser instruido sobre Dios, porque Él está presente en nosotros mismo. Se ha afirmado que nuestro siglo se caracteriza por un fenómeno totalmente nuevo: por la incapacidad del hombre para relacionarse con Dios. El desarrollo social y espiritual ha provocado la aparición de un tipo de hombre que juzga inválidos todos los puntos de partida para conocer a Dios. Sea esto verdad o no, hemos de conceder que la lejanía de Dios, la oscuridad y problemática sobre El, son hoy más intensas que nunca; incluso nosotros, que nos esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia la sensación de que la realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. No nos preguntamos a menudo: ¿sigue Él sumergido en el inmenso silencio de este mundo?¿No tenemos a veces la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos quedan palabras, mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que nunca?

Demos un nuevo paso. Creo que la auténtica tentación del cristiano de hoy no consiste en el problema teórico de si Dios existe, o si es trino y uno; tampoco en si Cristo es, simultáneamente, Dios y hombre. Lo que hoy nos angustia y nos tienta es, más bien, el hecho de la inoperatividad del cristianismo: tras dos mil años de historia cristiana no vemos que se haya producido una nueva realidad en el mundo; éste sigue inmerso en los mismos temores, dudas y esperanzas que antes. También en nuestra existencia individual advertimos la debilidad de la realidad cristiana en comparación con todas las otras fuerzas que nos agobian. Y si, después de vivir cristianamente en medio de todos los esfuerzos y tentaciones, sacamos el resultado final, nos invadirá de nuevo el sentimiento de que la realidad se nos ha escapado, de que la hemos perdido, y sólo nos queda un último recurso a la débil lucecilla de nuestra buena voluntad. Entonces, en esos momentos de desánimo, cuando recorremos retrospectivamente nuestro camino, brota la pregunta: ¿para qué todo este conjunto del dogma, del culto y de la Iglesia, si al final volvemos a encontrarnos sumergidos en nuestra propia miseria? Esto nos hace volver al problema del mensaje del Señor: ¿qué es lo que ha anunciado en realidad, y qué ha traído a los hombres? Recordaremos que, según la narración de San Marcos, todo el mensaje de Cristo se compendia en estas palabras:

"Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cercano: arrepentíos y creed en el Evangelio" (Mc1. 15)

"Se ha cumplido el tiempo el reino de Dios ha llegado". Tras estas palabras se encuentra toda la historia de Israel, ese pequeño pueblo que fue juguete de las potencias mundiales, y que probó sucesivamente todas las formas de gobierno existentes; hasta que, al fin, al ver que éstas no le traían la salvación, se dio cuenta de su fracaso. Aprendió muy bien que, cuando gobiernan los hombre, las cosas ocurren muy humanamente, es decir con muchas miserias e irresoluciones. En esta experiencia de una historia llena de desengaño, de servidumbre, de injusticia, Israel anheló cada vez más fuertemente un reino que no fuese de los hombres, sino de Dios; un reino de Dios en el que reinaría el verdadero Señor del mundo y de la historia. Gobernaría Él, que es la misma verdad y justicia, para que, por fin, las únicas fuerzas dominantes en el hombre fuesen la salvación y el derecho. el Señor responde a esta espera represada a través de los siglos cuando dice: ha llegado el tiempo, ha llegado el reino de Dios. No es difícil imaginar la esperanza que producirían estas palabras. Pero también es muy comprensible nuestro desencanto cuando contemplamos lo que ha sucedido.

La teología cristiana, que se encontró pronto con esta discrepancia entre espera y cumplimiento, hizo del reino de Dios un reino celeste, situado en el más allá; la salvación del hombre la convirtió en salvación del alma, que también se realiza en el más allá, después de la muerte. Pero con esto no da ninguna respuesta. Porque lo grandioso del mensaje consiste en que el Señor no habla solo del más allá y del alma, sino que llama a todo el hombre en su corporalidad y en cuanto incluído en la historia y la sociedad; lo grandioso consiste en que promete su reino a unos hombres que viven corporalmente con otros hombres. Cuanto más bello es este conocimiento redescubierto por la investigación bíblica de nuestro siglo (que Cristo no sólo miraba al más allá, sino que se refería al hombre concreto), tanto mayor puede ser nuestro desengaño y desánimo cuando contemplamos la historia real que no es verdaderamente un reino de Dios [...]

Pasemos ahora de la Escritura a la teología y veamos cómo ha explicado la salvación. Advertimos que ha seguido dos caminos, el de la teología occidental y el de la oriental. La teología occidental ha construido un sistema propio; dice que Dios fue infinitamente injuriado por el pecado, de forma que era necesaria una reparación infinita. Esta reparación infinita, que no podía ofrecerla ningún hombre, la llevó a cabo Cristo, el Hombre-Dios. El individuo particular recibe este beneficio a través de la fe y del Bautismo, de manera que se le perdona la culpa general e indeleble que precede a cualquier otro pecado particular. Pero en este nuevo ámbito en que se encuentra debe andar con mucho cuidado. Cuando entra en la arena de la vida cristiana tiene la impresión de no haber sido salvado, como si en este sistema de gracia se hubiese quedado en un lugar inaccesible, teniendo el hombre que actuar y merecer sin su auxilio. De este modo, el sistema salva realmente la idea de la redención, pero ésta no actúa en la vida sino que permanece en algún sitio oculto, en un ámbito inabarcable de injuria y bondad infinitas, mientras que nuestra existencia se desarrolla en las mismas tentaciones y dificultades, como si toda esta construcción no existiese.

La teología oriental ha explicado la salvación como una victoria conseguida por Cristo sobre el pecado, la muerte y el demonio. Estas potencias han sido vencidas por el Señor de una vez para siempre, y así el mundo está salvado. Pero insistamos: cuando contemplamos la realidad de nuestras vidas, ¿quién se atreve a afirmar que estas fuerzas del pecado han sido derrotadas? Por nuestra propia existencia, llena de tentaciones, sabemos muy bien el poder inmenso que conservan. Y ¿quién puede decir seriamente que la muerte ha sido vencida? Quizás nos enfrentamos aquí con el aspecto más humano de la no-salvación del hombre: en todas nuestras enfermedades, debilidades, soledades y necesidades seguimos sometidos al poder de la muerte y de su incesante presencia.

Es Adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que teníamos que decir - como Job hablando con Dios- experimentamos con plena evidencia que realmente todavía hoy sigue siendo Adviento para nosotros. Pienso que debemos aceptar esto con sencillez. El Adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a los hombre en "salvados" y "condenados". Sólo existe una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad  y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente.

Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del Adviento de forma totalmente nueva: la realidad de que hubo un Adviento, pero que todavía hoy sigue habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios. Que toda ella se encuentra en tinieblas, pero también está iluminada por la luz de Dios. Y si es verdad que existió y existe un Adviento, esto significa de Dios no fue puro pasado para ningún precede periodo de la historia. Al contrario, Dios es origen para todos nosotros ya que venimos de Él; pero es también el futuro hacia el que caminamos. Lo que significa que no podemos encontrar más que saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros esperando y exigiendo que nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios en este éxodo, en este salir de la comodidad presente para correr hacia el oculto resplandor de Dios que se aproxima.